Acto
I
Tenía
los cabellos como serpientes de caoba, y cuando la vi de espaldas miré al
suelo, dando por hecho que si se giraba sobre esas piernas de remolino me
convertiría en piedra en plena madrugada madrileña, y yo iba de duro, pero por
dentro era de mimbre. No lo contéis, que es un secreto.
Me
giré y pedí una cerveza (cuando pienso que pedí “una” y no “otra” como que
siento cierta paz interior) y andaba en mis cábalas habituales cuando aquel
mamut ruidoso me apartó de cualquier forma:
“Juanaaaaaan, qué pasa, sigues echando la
noche en tu garito de puta madre, qué maricón”
El
que saludaba al tal Juanan era un
individuo grande y gordo, que se había abierto paso a codazos con sus amigotes
y que reía y gritaba como un vikingo maníaco. Vestía con un polo rosa que debió
regalarle algún enemigo íntimo, uno de esos vaqueros muy ceñidos y artificialmente
gastados que se llevan ahora y unas zapatillas Diesel que… bueno. El Vaquilla se las dejó de poner porque
le parecían chungas.
En
fin. Lo estuve observando un buen rato y la cosa es que el tipo se comportaba
como si Dios santificado, muerto y resucitado le hubiera fiado heroína. Parecía
un imbécil seguro de si mismo y punto, y la verdad es que no tenía ningún
motivo para hacer lo que hice, pero si no lo hubiera hecho tampoco habría
historia:
“Eh. Eh, gordito, baja un poco la voz”
Su
cara en ese preciso instante. Su cara
era… un poema. En sánscrito. Le sostuve la mirada, inexpresivo. Hizo amago de
reírse, se quedó serio y cuando comenzó a sentir como las miradas de su grupo
recaían sobre su persona, pasó a la ofensiva. Se me encaró en un par de pasos,
su frente rozando la mía:
“¿Me estás vacilando, payaso?”
Fui
andando hacia atrás, despacio, y levanté las manos. Miré al suelo, esquivo.
Sonreí evasivamente. El tipo avanzó un par de pasos, la frente por delante,
respirando fuerte. El movimiento fue circular, rápido, limpio, y las carótidas
me latían tan fuerte que ni siquiera escuché cómo la botella de cerveza, que aún
sostenía llena, estallaba contra el hueso temporal derecho de mi nuevo amigo.
En
los dos segundos de absoluto silencio que siguieron a continuación, la escena
se desdobló en dos planos. Por un lado, ciento quince kilos de carne pasaban a
formar parte, a nivel intelectual, del mobiliario del bar. Por otro lado, acerté
a pensar que por el tipo de golpe, si le rompía el temporal lo más seguro es
que la fractura fuera longitudinal. Sería más raro que tuviera una lesión
irreversible del nervio facial. Bien por él. Aplausos.
Después
del desconcierto inicial, recibí la que a día de hoy sea seguramente la mayor
paliza que me han dado en mi vida. Y
espero de corazón que nunca vuelvan a pegarme tanto. Joder. No voy a enredar
con detalles porque recuerdo impactos, luces blancas y poco más, y porque este
es mi puto blog y no me apetece ponerme a pontificar sobre el momento en que mi
cara decidió, unilateralmente, se la viva imagen del cubismo.
Fundido
a negro. Acaba el acto I.
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Acto
II
Nuestro
protagonista estaba, cuarenta minutos más tarde, sentado en un portal, con un
alma caritativa vertiendo agua en su nuca, que salpicaba teñida de rojo el
pavimento. Comprobó, con alivio, que su dentadura estaba íntegra. Evaluó los
daños: Una raja en la ceja, la nariz como un pimiento, el ojo izquierdo morado.
Un corte occipital izquierdo. La sensación de tener una pelea de perros detrás
de las órbitas. El cuerpo molido. Y en esas andaba el pobre cuando un par de
sandalias blancas irrumpieron en su campo de visión, dividiendo en dos, como
Moisés, su laguna Estigia particular, templo de agua y de sangre.
“Estás jodido de la cabeza. Has hecho la
cosa más estúpida que he visto en mi vida.”
Silencio
sepulcral.
“Con un chico como tú me lo podría pasar
pero que muy bien”
Las
sandalias eran el inicio de unas piernas de remolino que curaban heridas y
penas. Mil serpientes de caoba enmarcaban unos ojos que, para sorpresa de
nuestro malparado protagonista, no lo convirtieron en piedra al instante. Se
sonrieron y qué bien. Las heridas le dolían menos y se doblaba un poco su
corazón de mimbre.
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