jueves, 28 de agosto de 2014

Las ratas de Notre Dame

Los  sábados noche acróbatas, músicos y artistas de diversa índole se dan encuentro en el que es uno de los puntos emblemáticos de la capital francesa y del mundo. Como seguramente habrás podido adivinar por el título de la entrada, sagaz lector, en efecto, hablo de la catedral de Notre Dame, en concreto de la plaza que hay a sus pies. Parisinos y turistas pasean y se maravillan con la arquitectura neoclásica que se asoma al río, desde el barrio latino hasta el ayuntamiento. Son sofisticados, beben vino directamente de la botella, comentan las últimas noticias de actualidad. Se alejan de su realidad, unos del dineral que se gastan en visitar "La ville de l'amour" y otros de las horas y horas que emplean en una dupla que es más parisina que Ibra-Cavani, y sí, hablo de la dupla metro-trabajo o trabajo-metro, a gusto del lector, que conforma gran parte de la jornada de cualquier habitante de la capital de Francia. Y hacen todo esto a la sombra de otra realidad que, conforme la noche avanza, se cierne sobre la primera, como cubriéndola con un manto o más bien quitando el manto con el que la plaza trata de ocultarnos su verdadero rostro. Mendigos, alcohólicos, enfermos mentales. Siluetas encorvadas que gritan a intervalos, enfrascados en conversaciones con demonios que solo ellos ven. Y ratas. Decenas de ratas, de todos los tamaños y formas, dan buena cuenta del festival de consumismo que ha acaecido horas antes frente a sus bigotudos hocicos. Ratas y mendigos, querido lector, toman posesión de muchos rincones más conocidos de París en sus horas más ignotas, recordándonos que la ciudad de las luces proyecta sombras muy largas. Recordándonos que somos una sociedad dura y poco solidaria con los desfavorecidos. Y yo comencé a darle vueltas a todo esto, y acabé escribiendo el siguiente poema. Espero que lo disfrutéis:

"No las puedes ver, ni sentir, pero ahí están:
Las ratas de Notre Dame.
Mil pares de ojos brillan en la oscuridad:
Las ratas de Notre Dame.

Banquetes propiciados por restos abandonados
De turistas que se alimentan de queso, vino y pan.
Los mendigos son manteles y sobre sus sucias pieles
Las ratas danzan y comen lo que deja La Ciudad.

Las ratas de Notre Dame.

La Ciudad de las Luces tiene un oscuro subsuelo
En el que celebran duelos inmundicia y suciedad.
Las arterias de la urbe, en sus horas más sombrías,
Muestran una cara umbría, una cruda realidad.

Las ratas de Notre Dame.

Entre la torre Eiffel y la sombra de Nuestra Dama
No tan solo el Louvre llama la atención a quien observa.
El margen del Sena acoge a una sociedad tangible,
De roedores invisibles. De mendigos. De pobreza.

No las puedes ver, ni sentir, pero ahí están:
Las ratas de Notre Dame.
Mil pares de ojos brillan en la oscuridad:
Las ratas de Notre Dame."

martes, 19 de agosto de 2014

La senda de la inseguridad

Las aseveraciones categóricas suelen tener el efecto, curioso pero explicable, de hacer que quien las escuche elija un bando. Tendemos a estar muy de acuerdo o muy en desacuerdo con lo que nos viene expresado con rotundidad, en general no “dejamos estar” y nos encogemos de hombros. De manera que cuando yo ahora afirmo “Yo de niño era muy inseguro” en general, querido lector, pensarás “Ya, bueno, la verdad es que se te nota en ciertas cosas” o bien “¿Tú? Vaya. En la vida no habría dicho”. Pero me extrañaría que te quedaras indiferente.

En fin, con esta pequeña introducción quería llegar a ese punto. Yo, de niño era inseguro. Del tipo que sopesa de más los pros y los contras de cada acción. Del tipo que no dormía los domingos y daba vueltas en la cama, mientras las agujas daban vueltas en la esfera del reloj sobre la mesilla de noche, y quizá comparando quién daba más vueltas era capaz de conciliar el sueño. Era el tipo de inseguro que no intentaba cosas por miedo a que los resultados no quedaran ni remotamente cerca de sus expectativas, porque internamente tenía miedo de que mis capacidades estuvieran significativamente por debajo de los que me rodeaban. Así que, si podía evitarlo, no intentaba cosas.

Después, en la adolescencia, tuve los mejores amigos que alguien podría soñar con tener, y cuando, simplemente, me enseñaron que intentando, fallando y mejorando es como se llega a algo en la vida, mi confianza en mí mismo cambió significativamente, pero todo esto es otra historia. Otra historia que daría para escribir un libro, cosa que quizá haga algún día, pero no ahora.

Saltándonos algunos años de dichas y desventuras, llegamos a lo que soy ahora: Me he acabado convirtiendo en una persona, por definición, inconforme. Disfruto cuando encuentro mis límites, los rebaso con esfuerzo, camino por la fina línea que me separa de lo desconocido y cojo aliento, solo para volver a tentar una vez más qué soy capaz de hacer.

De modo que, cuando hace ya tres semanas y media, me caí con la mano en hiperextensión y al día siguiente me dolía con cojones, le quité importancia. Uno aprende a hacer malabarismos mentales considerables para no ceñirse a la estadística y pensar que las cosas irán mejor de lo que las matemáticas sugieren. Si no, no innovaríamos.

El caso, que estuve las tres últimas semanas haciendo flexiones con los puños porque me era imposible hacerlas sobre las palmas, mordiéndome los labios y frunciendo el ceño ante gestos tan simples como abrir una puerta o una botella de vino, y, en definitiva, pasándolas putas. Y cuando el otro día un compañero, durante una guardia, reparó en que me masajeaba distraído un bulto sobre la muñeca, le comenté por encima lo que me había pasado. Me acabó haciendo un par de radiografías de muñeca y asegurándome que se las enviaría a un amigo suyo que era traumatólogo.

Pues bien. Hoy he visto al susodicho traumatólogo, y me han informado sobre las radiografías. Llevaba tres semanas con un hueso de la muñeca roto, y tengo línea de fractura mal curada que me va a exigir una inmovilización seguramente mayor que la que habría necesitado en primera instancia y veremos a ver si me libro del quirófano. Es gracioso, porque ahora veo que mi sonrisa despreocupada durante estas tres semanas no era sino una máscara que vestía mi miedo a pedir ayuda por un dolor que no resultase lo bastante fuerte. Mi miedo a no ser lo bastante fuerte, lo bastante duro. Mi inseguridad, al fin y al cabo, adoptando diferentes formas, como Proteo en la mitología griega o Ditto en los Pokemon, que quizá os suene más.

Las moralejas que se extraen de esta historia son sin dudas múltiples y variadas. Os invito a compartirlas en los comentarios. Por mi parte, intentaré, dentro de lo posible, no separarme demasiado de mi sentido común a la hora de descubrir mis límites ¡Prometido! Un abrazo a todos, disfrutad lo que os quede de verano. Y tratad de no caeros.


JMMO.