El otro día me presenté a un
concurso de poesía, en el que, efectivamente, me galardonaron con un carajo de
veintisiete centímetros de longitud y nueve de diámetro con mi nombre grabado
en el dorso, con letras doradas. Pero vamos, que no tenían ni puta idea, que en
el jurado había un notas con bigote y
menos de cincuenta años (no puedes fiarte de nadie que tenga bigote y menos de
cincuenta años) y otro que leía con una expresión similar a la que debió tener
Pablo de Tarso cuando se le apareció Dios y recuperó la vista (todo el mundo
sabe que uno no puede fiarse de los que no leen con sobriedad y premura).
Además que no, coño, que mi amigo Pablo Rivas no ganó y tiene pelazo y los ojos
azules e inquisitivos, y además sabe escribir tó bien. Esa gente no tenía ni idea. Pero eso no es lo interesante.
Después de anunciar a los finalistas,
entre los que, por supuesto, yo no me encontraba (cabrones), ellos y los que quisieran
quedarse de entre el resto de los participantes y el público tenían la opción
de escribir un poema en cinco minutos que incluyera la frase “¿A quién sirve la poesía?”, que
era de lo que iba aquello. Por lo visto van a escribir un libro que se llame “Poemas
en cinco minutos”. Yo que sé. El caso es que yo me quedé, y escribí el
siguiente poema:
“¿A quién sirve la poesía?
Ya hay que ser pedante, soberbio,
Y aún digo más, insensato,
Para querer responder a algo así en cinco minutos
Y además llevar razón.
La poesía sirve a quien canta porque,
Como el pájaro,
Tiene un canto que expresar.
Y para impresionar a las chicas guapas,
En mi caso”
Lo peor es que respondí “a quién” y me inventé un “para
quién”. Normal que no gane, chavales. Normal que no gane.
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