jueves, 23 de octubre de 2014

La Fiesta

Suspiré y me serví otra copa de vino. Recordé aquello que decía Groucho Marx de “Bebo para hacer interesantes a los demás”  y me pregunté cuánto tendría que beber yo aquella noche para que alguno de los asistentes a aquella reunión (me resisto a llamarla fiesta de cumpleaños) comenzara a interesarme.

“Mira que tenía buena pinta” pensaba distraído mientras me asomaba al jardín. Una compañera de trabajo te invita a pasar una velada en su casa con unos amigos. “Comida, bebida y la gente más simpática de París”  recuerdo que me dijo. Ya hay que ser hija de Caín para mentir tanto sin que te tiemble la voz.

Me di cuenta de que algo no marchaba bien cuando al llegar le di mi regalo (un tomo de segunda mano de “Cuentos de la Alhambra”, de Washington Irving. Me costó la vida encontrarlo en francés en una edición decente, y pensé que era bonito regalarle algo con un aroma de mi país y de la ciudad en la que actualmente vivo) y, esbozando una media sonrisa no demasiado forzada me dijo “Mejor si no lo dejo con el resto”. Cuando vi las bolsas de Chanel y las cajas de Emmanuelle Zysman (yo también descubrí a posteriori que se trataba de un reputado joyero) pensé “Oh-oh” y comprendí dónde me estaba metiendo.

Y mis temores no eran infundados, querido lector. Me sentía como un gorila en una tienda de porcelana. Como un obispo en una rave. Como Sergio Ramos en un simposio sobre energías renovables. Entré, conocí a los invitados y entendí por qué los samuráis podían llegar a considerar el suicidio como una acción honorable. Ninfas capitalistas y principitos afeminados. Vestidos “à la mode”,  se presentaban con el nombre y la universidad prestigiosa en la que estudiaban. Una chica casi me pide perdón por estudiar sociología, entre tanto ingeniero de “L’école normale  supérieure” y tanto estudiante de medicina “dans la plus grande ville de la France”. Y yo allí, con una camisa gastada remangada por los codos que nada tenía que ver con las rebecas holgadas de colores cálidos que parecían componer el “dress code”  de aquella cuadrilla. Después de que quedara patente que aquellos tipos no interactuarían conmigo si no era ayudándose de un palo a través de unos barrotes, me dirigí a la mesa de los aperitivos, y el alma se me cayó al suelo haciendo un sonido casi tangible.

¿Cómo podían pretender cenar a base de zanahorias y espárragos? Allí solo había eso, de acuerdo a una señorita Rottenmeier en miniatura que se dirigió a mí al ver mi expresión estupefacta, porque “Si on va boire, il faut garder la ligne!”. Es decir, se habían propuesto condenarme al exilio social, emborracharme y además matarme de hambre. Pero lo peor estaba por llegar.

Ya estás ubicado, querido lector. Estoy bebiendo vino, distraído, contemplando un jardín iluminado tenuemente mientras atardece en la Ciudad de las Luces. Elucubrando sobre el tiempo mínimo necesario para marcharme de allí sin parecer maleducado. Poniendo cara de interesante, “porsiaca”. Y en mitad de esa neblina emocional, escucho en mi oído:

-“Quiego chupag el chocolate de tu poia”

Alejé la copa de mis labios. Parpadeé y giré sobre mí mismo solo para confirmar lo que ya intuía. Lo que mis ojos me mostraban era una fémina particularmente fea que parecía tener el tamaño y la fuerza necesarios para partirme en dos si llegaba el caso.

“Quiego chupag el chocolate de tu poia”- repitió la susodicha.

“Vaya… ¿Dónde has aprendido a decir eso?”- repliqué, con total naturalidad. Como si ella hubiera hecho un comentario casual sobre el tiempo.

-“En Mallogca. De fiesta. Yo voy mucho a España. Mi gusta mucho paella y segvesa”

Resistí la tentación de responderle que los españoles siempre hemos sido un pueblo particularmente interesado en los circos de monstruosidades. Respondí de manera insulsa y le dije que tenía que ir al baño.

La siguiente hora y media de mi vida aúna más tensión que cualquier obra conocida de Agatha Christie. La cosa funcionaba así. Yo me unía a un grupo de idiotas y me empleaba a fondo por parecer simpático e interesante, y cuando no estaba rodeado de gente, mi buena amiga la Giganta se me acercaba y me soltaba todo tipo de proposiciones subidas de tono que crecían en lirismo e intensidad conforme el alcohol aumentaba en su sangre.

Era un vaivén que aumentaba en cadencia. Tenía la sensación de que aquello acabaría mal, sudaba frío y me estaba quedando sin excusas. De modo que hice lo único que se me ocurrió. Dije que iba al baño y me fui de allí. Cuando estaba en el rellano de las escaleras, escuché unos pasos detrás de mí y voilá. Cien kilos de magro me contemplaban como quien contempla un postre. Comencé a correr. Escuchaba la respiración pesada, como asmática, y los pasos que retumbaban sorprendentemente cerca. Y de repente un alarido, un estrépito, algo que me agarra. Y sí, querido lector. Allí estábamos ella y yo, agarrándonos al otro que era lo único que teníamos y rodando diez metros de escaleras como una de esas bolas de piedra gigantes que perseguían a Crash Bandicoot en las consolas de SONY.

Me levanté a duras penas, me limpié la sangre de la cara y, al principio cojeando, cada vez más rápido, corrí. Corrí como alma que lleva el demonio, corrí como Bale en la final de la Copa del Rey, corrí como un Correcaminos atosigado por un Coyote con sobrepeso. Corrí hasta que me ardieron los pulmones, y solo entonces paré. Me senté en un banco. Reflexioné sobre mi vida, mi suerte, y la muerte horrible que deseaba para mi compañera de trabajo por invitarme a su “fiesta”. Pensé en el amor y sobre por qué las tostadas siempre caen por el lado untado. Y cuando me cansé de pensar entré en la primera tienda que vi abierta y compré una botella de vino. Paseé hasta el río y bebí despacio, sintiendo la nariz hinchada y palpitante. Después, sonreí y brindé con el aire. Al fin y al cabo estaba en París, y la vida seguía siendo un regalo.

2 comentarios:

  1. Creo que el final de tu historia la has maquillado para que la historia quede bonita y tú quedes como una persona estoica que no sucumbe ante los placeres de la carne, pero evidentemente, acababa así:

    "Y cuando me cansé de pensar...levanté la mirada y me di cuenta de que aquel trozo de carne estaba en la acera contraria mirandome como un caballo desbocado. No pude llegar a plantearme cuánto llevaría ahí postrada, porque se volvió a abalanzar sobre mí dejarme tiempo para reaccionar. "Espera"-le dije en un perfecto francés-"creo que si has luchado tanto por mí debes tener tu recompensa"-he de reconocer que si algo me gusta de las personas es el esfuerzo por conseguir lo que quieren. De este modo, entré en la primera tienda que vi abierta - con mi ligue del brazo- y compré una botella de vino. Luego hice el amor toda la noche salvajemente. Cuando salió el sol sonreí y brindé con el aire. Por lo menos tenía buenas tetas.

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    1. Casi me olvido de contestarte. En efecto, tras hacer el amor durante siete horas y cuarenta y tres minutos, me casé con ella (sobre la marcha, llámame romántico) y ahora regentamos felizmente una empresa dedicada a la exportación de manteca colorá. Pero vivimos en un mundo mercantilista y el desamor vende más, y por eso me inventé la historieta esta.

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