Suspiré y me serví otra copa de
vino. Recordé aquello que decía Groucho Marx de “Bebo para hacer interesantes a los demás” y me pregunté cuánto tendría que beber yo aquella
noche para que alguno de los asistentes a aquella reunión (me resisto a
llamarla fiesta de cumpleaños)
comenzara a interesarme.
“Mira que tenía buena pinta” pensaba distraído mientras me asomaba
al jardín. Una compañera de trabajo te invita a pasar una velada en su casa con
unos amigos. “Comida, bebida y la gente
más simpática de París” recuerdo que
me dijo. Ya hay que ser hija de Caín para mentir tanto sin que te tiemble la
voz.
Me di cuenta de que algo no
marchaba bien cuando al llegar le di mi regalo (un tomo de segunda mano de “Cuentos de la Alhambra”, de Washington
Irving. Me costó la vida encontrarlo en francés en una edición decente, y pensé
que era bonito regalarle algo con un aroma de mi país y de la ciudad en la que
actualmente vivo) y, esbozando una media sonrisa no demasiado forzada me dijo “Mejor si no lo dejo con el resto”. Cuando
vi las bolsas de Chanel y las cajas de Emmanuelle Zysman (yo también descubrí a
posteriori que se trataba de un reputado joyero) pensé “Oh-oh” y comprendí dónde me estaba metiendo.
Y mis temores no eran infundados, querido lector.
Me sentía como un gorila en una tienda de porcelana. Como un obispo en una
rave. Como Sergio Ramos en un simposio sobre energías renovables. Entré, conocí
a los invitados y entendí por qué los samuráis podían llegar a considerar el
suicidio como una acción honorable. Ninfas capitalistas y principitos
afeminados. Vestidos “à la mode”, se presentaban con el nombre y la universidad
prestigiosa en la que estudiaban. Una chica casi me pide perdón por estudiar
sociología, entre tanto ingeniero de “L’école
normale supérieure” y tanto
estudiante de medicina “dans la plus
grande ville de la France”. Y yo allí, con una camisa gastada remangada por
los codos que nada tenía que ver con las rebecas holgadas de colores cálidos
que parecían componer el “dress code” de aquella cuadrilla. Después de que quedara
patente que aquellos tipos no interactuarían conmigo si no era ayudándose de un
palo a través de unos barrotes, me dirigí a la mesa de los aperitivos, y el
alma se me cayó al suelo haciendo un sonido casi tangible.
¿Cómo podían pretender cenar a base de zanahorias y
espárragos? Allí solo había eso, de acuerdo a una señorita Rottenmeier en
miniatura que se dirigió a mí al ver mi expresión estupefacta, porque “Si on va boire, il faut garder la ligne!”. Es
decir, se habían propuesto condenarme al exilio social, emborracharme y además
matarme de hambre. Pero lo peor estaba por llegar.
Ya estás ubicado, querido lector. Estoy bebiendo
vino, distraído, contemplando un jardín iluminado tenuemente mientras atardece
en la Ciudad de las Luces. Elucubrando sobre el tiempo mínimo necesario para
marcharme de allí sin parecer maleducado. Poniendo cara de interesante, “porsiaca”. Y en mitad de esa neblina
emocional, escucho en mi oído:
-“Quiego
chupag el chocolate de tu poia”
Alejé la copa de mis labios. Parpadeé y giré sobre
mí mismo solo para confirmar lo que ya intuía. Lo que mis ojos me mostraban era
una fémina particularmente fea que parecía tener el tamaño y la fuerza
necesarios para partirme en dos si llegaba el caso.
“Quiego chupag
el chocolate de tu poia”- repitió la susodicha.
“Vaya… ¿Dónde
has aprendido a decir eso?”- repliqué, con total naturalidad. Como si ella
hubiera hecho un comentario casual sobre el tiempo.
-“En
Mallogca. De fiesta. Yo voy mucho a España. Mi gusta mucho paella y segvesa”
Resistí la tentación de responderle que los
españoles siempre hemos sido un pueblo particularmente interesado en los circos
de monstruosidades. Respondí de manera insulsa y le dije que tenía que ir al
baño.
La siguiente hora y media de mi vida aúna más
tensión que cualquier obra conocida de Agatha Christie. La cosa funcionaba así.
Yo me unía a un grupo de idiotas y me empleaba a fondo por parecer simpático e
interesante, y cuando no estaba rodeado de gente, mi buena amiga la Giganta se
me acercaba y me soltaba todo tipo de proposiciones subidas de tono que crecían
en lirismo e intensidad conforme el alcohol aumentaba en su sangre.
Era un vaivén que aumentaba en cadencia. Tenía la
sensación de que aquello acabaría mal, sudaba frío y me estaba quedando sin
excusas. De modo que hice lo único que se me ocurrió. Dije que iba al baño y me
fui de allí. Cuando estaba en el rellano de las escaleras, escuché unos pasos
detrás de mí y voilá. Cien kilos de
magro me contemplaban como quien contempla un postre. Comencé a correr.
Escuchaba la respiración pesada, como asmática, y los pasos que retumbaban
sorprendentemente cerca. Y de repente un alarido, un estrépito, algo que me
agarra. Y sí, querido lector. Allí
estábamos ella y yo, agarrándonos al otro que era lo único que teníamos y
rodando diez metros de escaleras como una de esas bolas de piedra gigantes que
perseguían a Crash Bandicoot en las
consolas de SONY.
Me levanté a duras penas, me limpié la sangre de la
cara y, al principio cojeando, cada vez más rápido, corrí. Corrí como alma que
lleva el demonio, corrí como Bale en la final de la Copa del Rey, corrí como un
Correcaminos atosigado por un Coyote con sobrepeso. Corrí hasta que me ardieron
los pulmones, y solo entonces paré. Me senté en un banco. Reflexioné sobre mi
vida, mi suerte, y la muerte horrible que deseaba para mi compañera de trabajo
por invitarme a su “fiesta”. Pensé en el amor y sobre por qué las tostadas
siempre caen por el lado untado. Y cuando me cansé de pensar entré en la
primera tienda que vi abierta y compré una botella de vino. Paseé hasta el río
y bebí despacio, sintiendo la nariz hinchada y palpitante. Después, sonreí y
brindé con el aire. Al fin y al cabo estaba en París, y la vida seguía siendo
un regalo.