lunes, 11 de abril de 2016

Leyendo entre líneas

Dejé la mochila debajo de la mesa, no sin antes sacar el libro que me acompañaba y que me tenía encandilado. “Paisaje de otoño”, de Leonardo Padura. El barco que cruza el Estrecho, además del trayecto con el cociente euro/kilómetro recorrido más disparatado del mundo, da cobijo a un microambiente peculiar. Con Gibraltar a un lado y el monte Hacho al otro, no puedo evitar pensar en lo putas que las tuvo que pasar Hércules para completar el trabajo que acabó por matarlo. La inmensidad del Atlántico da paso a la calidez mediterránea en esa estrechez anárquica entre dos continentes en la que nací yo. Un trocito de tierra atrincherado en África. Y la inmensidad del mar.

Como decía, el ambiente es peculiar. Gente que va por trabajo, que viene a ver a la familia, militares, estudiantes, comerciales, gente extraña y chavales que se ve a la legua que están pasando hachís o volviendo a casa después de haberlo pasado. La economía sumergida de mi ciudad natal da para escribir un libro, pero no sería bonito ni agradable de leer.

En fin, mi mente vagaba por estos derroteros conforme acariciaba el lomo del libro y me mentalizaba para mi horita de lectura reglamentaria, con el bamboleo del ferry y los azules de mar y cielo sazonando mi tarde, cuando la vi. La miré como se mira a un motero en una iglesia, o a un monje en una rave. Una mujer así suponía un desacato para con estas latitudes, alguien había rasgado el delicado manto del espacio-tiempo y había colocado, en una mesa cercana a la mía, a aquella mujer. Una melena leonada enmarcaba un rostro curvilíneo, y sin embargo su sonrisa era afilada como un cristal roto. Los dientes, cuadrados y regulares, deliciosamente blancos. Los ojos se tambaleaban entre el verde y el azul y tenían la profundidad de un pozo en el desierto. La nariz, pequeña y respingona, y además, ¡Cómo vestía! Imposible ir tan guapa y hacerlo tan fácil. Una blusa de un verde militar, que dejaba los hombros descubiertos, bañados por sus cabellos y que acababa a medio muslo, dejando entrever unas piernas contorneadas y morenas. El pecho, elevado, moría debajo de unas clavículas prominentes, y las manos, desnudas parecían suaves y eran rematadamente femeninas, pese a que se veían fuertes. Llevaba sandalias y yo no podía quitarme de la cabeza la idea de que pese a que no iba muy maquillada ni llevaba joyería a la vista, era la mujer más elegante del barco. Sus manos, su cabello cuidadosamente despreocupado, el vientre plano, el delicado cuello y la abundante carne de los muslos cruzados me hacían pensar en adornos que algún alfarero celestial hubiera moldeado con lascivia y con pericia, como queriendo ser la envidia de sus colegas etéreos.

Traté de retomar la lectura, y mi sorpresa fue mayúscula cuando la descubrí mirándome. Dirigió hacia mi sus faros azules y sonrió. Yo cerré la boca y levanté las cejas, en lo que fue un mal intento de saludo informal, y traté de concentrarme en el libro. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué me saludaba? Estaba prácticamente convencido de que no la conocía, y no soy lo bastante guapo como para justificar una aproximación tan innecesaria ¿Pero entonces? Y ahí se me ocurrió. El libro. Me saludaba por el libro. Seguro que, igual que yo, se fijó en Leonardo Padura después de que recibiera el premio Princesa de Asturias el año pasado y entre nosotros ahora fluía esa rara complicidad de los que han compartido enemigos o amantes. Entonces me vino a la mente una idea terrorífica. Nunca, en la historia de mis relaciones previas, había tenido una primera aproximación meramente intelectual, y sin embargo creo que es mi cabeza lo que hace que las que me quieren se queden conmigo. Es decir, mis relaciones acababan siendo paradójicas. Yo les llamaba la atención por mi seguridad y mi desparpajo, por mis cicatrices, por mis formas, pero se enamoraban de la persona introspectiva y curiosa que lleva el timón la mayor parte del tiempo. Y a veces las dos partes no terminaban de gustar, y de ahí mi doctorado en relaciones que no van a ningún sitio, pero eso es otra historia. Estaba frenético, algo dentro de mi había hecho click. “Joder ¿Me está pasando esto?” El detective Mario Conde, protagonista de la novela, llevaba diez minutos congelado en el mismo párrafo, que mis pupilas recorrían frenéticas y sin entender ni jota. Y yo notaba que sus ojos seguían buscando los míos. El pulso se me desbocaba. “¿Será esta la primera aproximación intelectual que voy a tener con una mujer atractiva? ¿Te imaginas que nos casamos, cuando le cuente a amigos y familiares que nos conocimos así, porque yo estaba leyendo una novela de Leonardo Padura?”

“Frena, toro. Tranquilo. La chica me mira y sonríe, y esto puede deberse a un montón de razNo me lo creo ni yo. Esa sonrisa quiere decir algo. Pasa algo, significa algo, estoy viviendo un momento catártico y soy demasiado lento o demasiado tonto para hacer algo inteligente ¿A qué se dedicará? Debe ser profesora. De infantil, tiene cara de eso. O de psicóloga. ¿Y si fuera veterinaria? Y se va a África a operar zebras. Estaría guapísimo…”

Y entonces ocurrió. Se levantó y comenzó a andar hacia mi. Yo dejé el libro sobre la mesa y la miré, tratando de mantenerme inexpresivo. Sus pasos eran ágiles y elásticos, parecía que el barco se movía en torno a un eje que pasaba por sus talones. Se sentó delante de mi y, apoyando la barbilla en su mano derecha, comenzó a hablar:

“Mira, espero que no te moleste, pero te estaba mirando porque estás sentado al lado del enchufe, y como estás con el libro, po’ tampoco lo vas a utilizar. Es que estaba hablando con mi novio y se me está acabando la batería, tú sabe, pero que si te da cosa o lo que sea, po’ tampoco te preocupe… Chiquillo, ¿Estás bien? Te has quedao así como blanco, si te da cosa…”

“¿Conoces a Leonardo Padura?”- interrumpí.

“No, ¿Quién es ese?”- Su sonrisa era un cristal roto clavándose en mi ventrículo izquierdo.

“Un amigo. Es que me sonabas de algo, y no sabía si él nos presentó. Y claro, siéntate, si yo voy a estar leyendo”


Nos sonreímos con cordialidad y la ayudé con su equipaje. El barco no se movió mucho, pero tampoco me concentré lo suficiente como para seguir leyendo.

3 comentarios:

  1. Me encanta leer tus escritos!
    Yo le llamaría "caída libre".. pues tu mente parece caer en picado hasta que se descubre a un metro del suelo!
    Otro título más modesto por muy bonito sería "La muchacha del barco". Lo simple es elegante.

    A todo esto, no sé qué tienes contra la chica, si es to´buena gente y eso ;)

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    1. Muchas gracias por la apreciación y por los títulos! Me gustan mucho. Contra la chica, que en realidad es producto de mi imaginación, no tengo nada, ni bueno ni malo! No hay conexión, ni atracción, ni química, y esa es la faena! =)

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  2. Un gran relato, como siempre nos tienes acostumbrados!! jeje. Enhorabuena. Le tenías que haber dicho que Padura era tronista. Seguramente se hubiera lanzado por la borda tras haber pasado por alto dato de semejante magnitud.

    Un abrazo genio. Cuidate

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