Somos carbono vivo. Carbono vivo
que piensa y que conforma sociedades sobre una roca rellena de fuego y cubierta
de agua y de aire, que flota en el vacío, iluminada por una gran esfera de
hidrógeno en perpetua combustión. Este vacío en el que flotamos parece hallarse
plagado de otros cuerpos celestes, que sepamos sin vida, que continúan
expandiéndose desde que el tiempo tiene razón de ser.
Relativizar de esta forma me
ayuda con mis crisis existenciales. Eso y el deporte. Es extraño, esto de los
veintipocos. Me es prácticamente imposible imaginarme yendo al instituto, y no
hace tanto. Veo a mi yo de mis
primeros años de facultad como a un desconocido cercano, y si no hay
sobresaltos, debería estar trabajando el año que viene y ni siquiera sé de qué.
Y luego está el miedo, claro. A lo desconocido, a fallar, a no superar mis
expectativas, al sufrimiento de los míos, a las noches comiendo techo, a la
falta de vínculos con mis coetáneos. Y es gracioso, porque casi todos estos
temores se deben a posibilidades combinadas de sucesos que de hecho no han
ocurrido, de forma que parece que estos temores preventivos no tienen mucha
razón de ser ¿Pero vivir en un continuo presente, sin tratar de esbozar un
sendero, hasta qué punto resulta conveniente, si es que lo resulta? ¿Dónde está
el término medio?
Somos carbono vivo. Respiro
hondo.
Lo que nos hace sentir, el
corazón metafórico del sistema nervioso central, es el sistema límbico.
Hipocampo, Hipotálamo, Amígdala, Corteza prefrontal y algunas cosillas más. No
voy a entrar en detalles porque no me acuerdo bien y porque no viene al caso.
Pero es gracioso, este sistema límbico. Nuestros sentidos están relacionados
con la memoria, evidentemente. Esa bonita melena me recuerda a mi primer amor,
el whiskey sólo me trae a la memoria a Laura y a Patricia y cuando toco las
botas viejas de lucha pienso en todas las horas que pasé entrenando. Pero hay
un sentido que guarda una relación más estrecha con los sentimientos que el
resto. La estría olfatoria no se relaciona con nuestras emociones a través del
tálamo, como hacen los demás sentidos (pasando una especie de “filtro emocional”)
sino que es, en sí misma, una parte del sistema límbico, del circuito que
procesa nuestras emociones. Cuando lo dejé con ella estuve varios meses sufriendo taquicardias esporádicas porque
alguna desalmada que iba a mi misma biblioteca usaba su mismo perfume. No había
filtros, en cuanto respiraba ese aire impregnado de ella dentro de mi pecho tocaba el batería de Megadeath.
El caso es que cuando tenía
dieciocho años también tenía mis crisis. No sabía qué iba a estudiar, no
terminaba de encontrarme a mí mismo y además es en cierto modo parte de mi
naturaleza. Y para vaciarme de angustia salía a correr hacia la frontera con
Marruecos, hasta llegar al último espigón de la última playa, en la que el
viento soplaba como si África entera gritara su nombre. Y hacía flexiones y
abdominales, a pocos metros del mar, hasta que los brazos me temblaban. Y
volvía a casa corriendo suave, húmedo de mar, oliendo a salitre y conociéndome
algo mejor. Más tranquilo. Si no con soluciones, al menos con paciencia.
Estos días vuelvo allí. No puedo
hacer deporte porque me han operado hace poco (de algo sin importancia, dicho
sea de paso). Pero me siento y miro el mar. La costa africana a un lado, la
ciudad, lejana, al fondo. El viento, el oleaje que me moja, el salitre. Veo a
lo lejos una cuesta muy curva y recuerdo que un amigo me dijo una vez que le
parecía que las farolas dibujaban un signo de interrogación. Muy apropiado. El
viento, el oleaje, el salitre. Y mi corazón suave como un metrónomo alemán. Mi
sistema límbico reconoce el olor a salitre, y el resto de sentidos le apoyan.
Es mi entorno anti-crisis. Ni tan siquiera necesito recordarme la evidencia de
que somos carbono vivo.