domingo, 19 de junio de 2016

La diosa defenestrada

La diosa defenestrada

El ser humano siempre tuvo la necesidad de ir más allá.
De dar sentido, de encontrar la trascendencia.
Hicimos del sol un Dios, y del mar, y del viento.
Hicimos un Dios de lo que percibíamos como un eje de nuestra existencia.
En las estepas heladas de Kirguistán 
Las tribus nómadas adoraban a las rocas,
Por ser lo único que mantenía color y forma en un paisaje blanco y homogéneo.
Por ser un eje, por conservar su fuerza.

¿No era entonces lógico
Que yo sacralizara tus pasos
Por venir a dar color a mis días oscuros y herméticos?
Si soplabas mis velas en mil lunes de calma chicha, 
Si eras la belleza axial de mi rutina esteparia,
Cuando te convertí en una Diosa con la capacidad de fallar
Seguí, en última instancia, los designios de mi naturaleza.

Si se hubiera arrancado a los egipcios de las orillas del Nilo,
Si el Amazonas les hubiera sido dado a conocer a los aborígenes kirguisos,
¿No hubieran dudado? ¿No hubieran relativizado?
¿No se hubieran enfrentado con maravillosa incertidumbre
A un mundo lleno de variables ignotas y cambiantes?
Y sus Dioses, sus ejes, se acabarían tornando irrelevantes.

De la misma forma, acabé apreciando los matices de la existencia,
Y entendiendo, al vivir en diferentes entornos, 
Que un hombre atormentado no puede emplear el amor
Como bálsamo para redimirse de su circunstancia
Y que el eje de una existencia es algo complejo y desconocido
Que no ha de ser depositado a la ligera.

Y ahora, tras haber defenestrado a mi Diosa,
Me hallo en calma, asumo mi culpa de enamorado y de ignorante
Y queriendo encontrar respuestas, por fin

Estoy preparado para comenzar a hacer preguntas.

jueves, 16 de junio de 2016

Figuras de humo

El lunes pasado trabajé catorce horas. Lo hice con ahínco, con ganas, motivado y consciente de que estaba donde debía estar. Donde quería estar. Trabajé catorce horas como un cabrón metódico y sonriente.

No fue hasta que salí y me enfrenté a la noche madrileña que comprendí que ese ahínco no era sino un escudo, un filtro interior para aislarme de mis demonios. Figuras de humo denso y oscuro que se arremolinan en torno a las punzadas que siento en el corazón cuando recuerdo y no quiero. Cuando miro fotografías y no quiero. Cuando me toca asumir y no quiero.

"Ella era una flor del mar, 
yo un delfín tras un velero.
De esta noche no paso,
Se ha hundido otro petrolero"

Robe Iniesta me reventaba los tímpanos y el vagón de metro, lleno de rostros macilentos, parecía sacado de un museo de cera. Subí el volumen hasta que dolió y pensé en no pensar. Quién pudiera.

Salí de la estación y caminé hacia casa. Quince minutos de cuesta arriba, y recuerdo pensar que me di cuenta de que el asfalto reflejaba los faros de los coches porque lo vi en un videojuego. Esa idea me puso triste. Me imaginaba asomado al asfalto en mitad de la carretera de cuatro carriles, tratando de verme reflejado entre luces de neón, en ese viento de alquitrán. Me abrí la camisa porque total, la ciudad respira y es enorme, aquí nadie me conoce y la brisa en la piel se parecía bastante a la caricia que sabía que necesitaba. Qué odio más irracional siento por el verbo “necesitar”.

Llegué a casa. Un Cassius Clay que acababa de lanzar el directo que mandaría al entonces campeón del mundo Sonny Liston a la lona me observaba desde un póster que amarilleaba y un libro abierto coronaba el iceberg de ropa que dominaba, triunfal, la estepa de folios que asolaba el escritorio.

Y esa sensación. El techo se me caía encima, estaba exhausto pero tan excitado que no podía fijar la mente en algo concreto. ¿Nunca os ha pasado que queréis hablar con alguien pero no tenéis con quién? O sin ser injusto, no sabéis con quién. Mis ojos, los que no se reflejaban en el asfalto, se reflejaban opacos en el vidrio negro.

Me eché a la calle. Sabina dijo una vez que la lírica sobre Madrid la escriben los de fuera, porque los de aquí al fin y al cabo están acostumbrados a la barbaridad que supone lo que se encuentran cada día. Deambulé entre semáforos y parques y, de repente, un oasis en el desierto de mi noche, y de mi alma. Un luminoso que decía “TABACOS”. Y total, ¿por qué no? Había leído tanto sobre el tabaco como un veneno lento en el que diluir reflexiones fatídicas y estaba tan lleno de niebla, que me daba igual. Como el enfermo de cáncer que acaba acudiendo a un curandero porque tiene un oncólogo que no le genera confianza.

-Buenas noches.
-Buenas noches. ¿Qué se le ofrece?
-Quería un paquete de tabaco negro.
-¿Qué marca?
-¿Qué se vende más?
-No sueles fumar, ¿verdad?
-¿Usted qué cree?

Tras cavilar un rato más, acabé decantándome por una cajetilla de Ducados. Me senté en un portal, rompí con los dientes el plástico que envolvía al paquete y aspiré de cerca. Ese cigarro olía como le debe oler el aliento a la muerte. A humedad, a tubo de escape, a flores muertas.

Y esa noche me ardieron los pulmones, y acabé por no toser y por tolerar la irritación ocular y el quemazón en la tráquea. Y a fuerza de respirar veneno, mi corazón se acompasó. Y acabé viendo fotos, recordando historias, y en definitiva, asumiendo. Nietzsche dijo algo así como “Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo mira dentro de ti.” Yo esa noche miré las volutas de humo, hasta que sentí que mis ojos, los que no se reflejaban en el asfalto, los que me devolvían una mirada opaca desde el vidrio del teléfono, se asomaron a mi interior a través de la nube tóxica. 

Qué esperpento, por Dios santo. Resoplando de madrugada, sin batería en el teléfono opaco, sin un duro, sin amor en el pecho. Contemplando las figuras de humo que brotaban de lo que quedaba de cigarrillo, buscando en su seno la mirada de unos ojos que no fueran los míos.