martes, 28 de abril de 2015

A quién sirve la poesía

El otro día me presenté a un concurso de poesía, en el que, efectivamente, me galardonaron con un carajo de veintisiete centímetros de longitud y nueve de diámetro con mi nombre grabado en el dorso, con letras doradas. Pero vamos, que no tenían ni puta idea, que en el jurado había un notas con bigote y menos de cincuenta años (no puedes fiarte de nadie que tenga bigote y menos de cincuenta años) y otro que leía con una expresión similar a la que debió tener Pablo de Tarso cuando se le apareció Dios y recuperó la vista (todo el mundo sabe que uno no puede fiarse de los que no leen con sobriedad y premura). Además que no, coño, que mi amigo Pablo Rivas no ganó y tiene pelazo y los ojos azules e inquisitivos, y además sabe escribir bien. Esa gente no tenía ni idea. Pero eso no es lo interesante.

Después de anunciar a los finalistas, entre los que, por supuesto, yo no me encontraba (cabrones), ellos y los que quisieran quedarse de entre el resto de los participantes y el público tenían la opción de escribir un poema en cinco minutos que incluyera la frase “¿A quién sirve la poesía?”, que era de lo que iba aquello. Por lo visto van a escribir un libro que se llame “Poemas en cinco minutos”. Yo que sé. El caso es que yo me quedé, y escribí el siguiente poema:


“¿A quién sirve la poesía?

Ya hay que ser pedante, soberbio,
Y aún digo más, insensato,
Para querer responder a algo así en cinco minutos
Y además llevar razón.

La poesía sirve a quien canta porque,
Como el pájaro,
Tiene un canto que expresar.

Y para impresionar a las chicas guapas,
En mi caso”



Lo peor es que respondí “a quién” y me inventé un “para quién”. Normal que no gane, chavales. Normal que no gane.

sábado, 4 de abril de 2015

Carbono vivo y salitre

Somos carbono vivo. Carbono vivo que piensa y que conforma sociedades sobre una roca rellena de fuego y cubierta de agua y de aire, que flota en el vacío, iluminada por una gran esfera de hidrógeno en perpetua combustión. Este vacío en el que flotamos parece hallarse plagado de otros cuerpos celestes, que sepamos sin vida, que continúan expandiéndose desde que el tiempo tiene razón de ser.

Relativizar de esta forma me ayuda con mis crisis existenciales. Eso y el deporte. Es extraño, esto de los veintipocos. Me es prácticamente imposible imaginarme yendo al instituto, y no hace tanto. Veo a mi yo de mis primeros años de facultad como a un desconocido cercano, y si no hay sobresaltos, debería estar trabajando el año que viene y ni siquiera sé de qué. Y luego está el miedo, claro. A lo desconocido, a fallar, a no superar mis expectativas, al sufrimiento de los míos, a las noches comiendo techo, a la falta de vínculos con mis coetáneos. Y es gracioso, porque casi todos estos temores se deben a posibilidades combinadas de sucesos que de hecho no han ocurrido, de forma que parece que estos temores preventivos no tienen mucha razón de ser ¿Pero vivir en un continuo presente, sin tratar de esbozar un sendero, hasta qué punto resulta conveniente, si es que lo resulta? ¿Dónde está el término medio?

Somos carbono vivo. Respiro hondo.

Lo que nos hace sentir, el corazón metafórico del sistema nervioso central, es el sistema límbico. Hipocampo, Hipotálamo, Amígdala, Corteza prefrontal y algunas cosillas más. No voy a entrar en detalles porque no me acuerdo bien y porque no viene al caso. Pero es gracioso, este sistema límbico. Nuestros sentidos están relacionados con la memoria, evidentemente. Esa bonita melena me recuerda a mi primer amor, el whiskey sólo me trae a la memoria a Laura y a Patricia y cuando toco las botas viejas de lucha pienso en todas las horas que pasé entrenando. Pero hay un sentido que guarda una relación más estrecha con los sentimientos que el resto. La estría olfatoria no se relaciona con nuestras emociones a través del tálamo, como hacen los demás sentidos (pasando una especie de “filtro emocional”) sino que es, en sí misma, una parte del sistema límbico, del circuito que procesa nuestras emociones. Cuando lo dejé con ella estuve varios meses sufriendo taquicardias esporádicas porque alguna desalmada que iba a mi misma biblioteca usaba su mismo perfume. No había filtros, en cuanto respiraba ese aire impregnado de ella dentro de mi pecho tocaba el batería de Megadeath.

El caso es que cuando tenía dieciocho años también tenía mis crisis. No sabía qué iba a estudiar, no terminaba de encontrarme a mí mismo y además es en cierto modo parte de mi naturaleza. Y para vaciarme de angustia salía a correr hacia la frontera con Marruecos, hasta llegar al último espigón de la última playa, en la que el viento soplaba como si África entera gritara su nombre. Y hacía flexiones y abdominales, a pocos metros del mar, hasta que los brazos me temblaban. Y volvía a casa corriendo suave, húmedo de mar, oliendo a salitre y conociéndome algo mejor. Más tranquilo. Si no con soluciones, al menos con paciencia.


Estos días vuelvo allí. No puedo hacer deporte porque me han operado hace poco (de algo sin importancia, dicho sea de paso). Pero me siento y miro el mar. La costa africana a un lado, la ciudad, lejana, al fondo. El viento, el oleaje que me moja, el salitre. Veo a lo lejos una cuesta muy curva y recuerdo que un amigo me dijo una vez que le parecía que las farolas dibujaban un signo de interrogación. Muy apropiado. El viento, el oleaje, el salitre. Y mi corazón suave como un metrónomo alemán. Mi sistema límbico reconoce el olor a salitre, y el resto de sentidos le apoyan. Es mi entorno anti-crisis. Ni tan siquiera necesito recordarme la evidencia de que somos carbono vivo.