jueves, 30 de octubre de 2014

Cicatrices

Más una historia que una metáfora. Con todos ustedes:

"Las uñas de mis pies
Cayeron ante tanto golpe,
Mis tobillos, sin ser torpes,
No han sufrido sino esguinces,
No es menester ser un lince
Para contar cuanto corte
Se dibuja en el soporte
De mi tren inferior, firme.

Mis rodillas son los mapas
De mi niñez, que fue inquieta,
En mi muslo, líneas albas
Adolecen una historia.
Mordeduras, aún rosadas,
En la línea divisoria,
Entre cuádriceps y abdomen
Pintan pasiones secretas.

El rugby me dio muchas,
De forma y tipo diversos,
Líneas carmesí en la espalda,
Placas nácar en el pecho.
Un alambre, descuidado,
Dibujó sangre en mi brazo,
Y un cristal atolondrado
Hasta el codo alargó el trazo.

En una época, lejana,
Perdí corazón y mente
Y ahora guardo de recuerdo,
Sobre el cuerpo, sus despojos.
Así, mi puño se adorna
Con la forma de unos dientes
Y no fue sino por suerte
Que aún conservo los dos ojos.

Dos islotes de alopecia
Flotan sueltos en mi nuca
Están desde que recuerdo
No creo que se vayan nunca
Las primeras cicatrices
Que conseguí en esta vida.
Por correr con toda fuerza
Cuando aún ni andar sabía.

¡Sirvan pues de reflexión!
Como eterno lienzo indemne
Pues las cicatrices son
Lecciones que ejemplifican
 Las metas sobrepasar,
Deja marcas, que perennes,
Brillan con intensidad
Y nuestra historia rubrican

Cicatrices en las cejas,
En las piernas y en los codos,
Blancas, grises o rojizas
Hechas de diversos modos
 Cicatrices que asemejan
La escritura del destino,
Pues sin decir dónde vamos

Cuentan de dónde venimos."

jueves, 23 de octubre de 2014

La Fiesta

Suspiré y me serví otra copa de vino. Recordé aquello que decía Groucho Marx de “Bebo para hacer interesantes a los demás”  y me pregunté cuánto tendría que beber yo aquella noche para que alguno de los asistentes a aquella reunión (me resisto a llamarla fiesta de cumpleaños) comenzara a interesarme.

“Mira que tenía buena pinta” pensaba distraído mientras me asomaba al jardín. Una compañera de trabajo te invita a pasar una velada en su casa con unos amigos. “Comida, bebida y la gente más simpática de París”  recuerdo que me dijo. Ya hay que ser hija de Caín para mentir tanto sin que te tiemble la voz.

Me di cuenta de que algo no marchaba bien cuando al llegar le di mi regalo (un tomo de segunda mano de “Cuentos de la Alhambra”, de Washington Irving. Me costó la vida encontrarlo en francés en una edición decente, y pensé que era bonito regalarle algo con un aroma de mi país y de la ciudad en la que actualmente vivo) y, esbozando una media sonrisa no demasiado forzada me dijo “Mejor si no lo dejo con el resto”. Cuando vi las bolsas de Chanel y las cajas de Emmanuelle Zysman (yo también descubrí a posteriori que se trataba de un reputado joyero) pensé “Oh-oh” y comprendí dónde me estaba metiendo.

Y mis temores no eran infundados, querido lector. Me sentía como un gorila en una tienda de porcelana. Como un obispo en una rave. Como Sergio Ramos en un simposio sobre energías renovables. Entré, conocí a los invitados y entendí por qué los samuráis podían llegar a considerar el suicidio como una acción honorable. Ninfas capitalistas y principitos afeminados. Vestidos “à la mode”,  se presentaban con el nombre y la universidad prestigiosa en la que estudiaban. Una chica casi me pide perdón por estudiar sociología, entre tanto ingeniero de “L’école normale  supérieure” y tanto estudiante de medicina “dans la plus grande ville de la France”. Y yo allí, con una camisa gastada remangada por los codos que nada tenía que ver con las rebecas holgadas de colores cálidos que parecían componer el “dress code”  de aquella cuadrilla. Después de que quedara patente que aquellos tipos no interactuarían conmigo si no era ayudándose de un palo a través de unos barrotes, me dirigí a la mesa de los aperitivos, y el alma se me cayó al suelo haciendo un sonido casi tangible.

¿Cómo podían pretender cenar a base de zanahorias y espárragos? Allí solo había eso, de acuerdo a una señorita Rottenmeier en miniatura que se dirigió a mí al ver mi expresión estupefacta, porque “Si on va boire, il faut garder la ligne!”. Es decir, se habían propuesto condenarme al exilio social, emborracharme y además matarme de hambre. Pero lo peor estaba por llegar.

Ya estás ubicado, querido lector. Estoy bebiendo vino, distraído, contemplando un jardín iluminado tenuemente mientras atardece en la Ciudad de las Luces. Elucubrando sobre el tiempo mínimo necesario para marcharme de allí sin parecer maleducado. Poniendo cara de interesante, “porsiaca”. Y en mitad de esa neblina emocional, escucho en mi oído:

-“Quiego chupag el chocolate de tu poia”

Alejé la copa de mis labios. Parpadeé y giré sobre mí mismo solo para confirmar lo que ya intuía. Lo que mis ojos me mostraban era una fémina particularmente fea que parecía tener el tamaño y la fuerza necesarios para partirme en dos si llegaba el caso.

“Quiego chupag el chocolate de tu poia”- repitió la susodicha.

“Vaya… ¿Dónde has aprendido a decir eso?”- repliqué, con total naturalidad. Como si ella hubiera hecho un comentario casual sobre el tiempo.

-“En Mallogca. De fiesta. Yo voy mucho a España. Mi gusta mucho paella y segvesa”

Resistí la tentación de responderle que los españoles siempre hemos sido un pueblo particularmente interesado en los circos de monstruosidades. Respondí de manera insulsa y le dije que tenía que ir al baño.

La siguiente hora y media de mi vida aúna más tensión que cualquier obra conocida de Agatha Christie. La cosa funcionaba así. Yo me unía a un grupo de idiotas y me empleaba a fondo por parecer simpático e interesante, y cuando no estaba rodeado de gente, mi buena amiga la Giganta se me acercaba y me soltaba todo tipo de proposiciones subidas de tono que crecían en lirismo e intensidad conforme el alcohol aumentaba en su sangre.

Era un vaivén que aumentaba en cadencia. Tenía la sensación de que aquello acabaría mal, sudaba frío y me estaba quedando sin excusas. De modo que hice lo único que se me ocurrió. Dije que iba al baño y me fui de allí. Cuando estaba en el rellano de las escaleras, escuché unos pasos detrás de mí y voilá. Cien kilos de magro me contemplaban como quien contempla un postre. Comencé a correr. Escuchaba la respiración pesada, como asmática, y los pasos que retumbaban sorprendentemente cerca. Y de repente un alarido, un estrépito, algo que me agarra. Y sí, querido lector. Allí estábamos ella y yo, agarrándonos al otro que era lo único que teníamos y rodando diez metros de escaleras como una de esas bolas de piedra gigantes que perseguían a Crash Bandicoot en las consolas de SONY.

Me levanté a duras penas, me limpié la sangre de la cara y, al principio cojeando, cada vez más rápido, corrí. Corrí como alma que lleva el demonio, corrí como Bale en la final de la Copa del Rey, corrí como un Correcaminos atosigado por un Coyote con sobrepeso. Corrí hasta que me ardieron los pulmones, y solo entonces paré. Me senté en un banco. Reflexioné sobre mi vida, mi suerte, y la muerte horrible que deseaba para mi compañera de trabajo por invitarme a su “fiesta”. Pensé en el amor y sobre por qué las tostadas siempre caen por el lado untado. Y cuando me cansé de pensar entré en la primera tienda que vi abierta y compré una botella de vino. Paseé hasta el río y bebí despacio, sintiendo la nariz hinchada y palpitante. Después, sonreí y brindé con el aire. Al fin y al cabo estaba en París, y la vida seguía siendo un regalo.